Una de las mayores preocupaciones sanitarias en España desde finales del siglo XVIII, con respecto a la salubridad de las ciudades, se centraba en las malas condiciones higiénicas que presentaban los cementerios intramuros.
Impulsadas por las corrientes reformistas ilustradas, y el temor a las grandes epidemias, como la fiebre amarilla y el cólera, de gran incidencia en el siglo XIX, se genera toda una serie de disposiciones legales sobre el uso y la construcción de cementerios extramuros, entre las que destaca el Reglamento de Cementerios del Real Sitio de San Ildefonso (9 de febrero de 1785) y, sobre todo, la Real Cédula de 3 de Abril de 1787, de Carlos III.
De este modo, en 1.817 se procede al traslado del cementerio, que se encontraba junto a la Iglesia Parroquial, hasta el lugar que actualmente ocupa, fuera de la población y junto a la Ermita de Santo Tomás de Villanueva.
Los terrenos de la antigua necrópolis, señalados en el plano de 1872 con el número 13, bajo la leyenda de “Huerto de Don Juan Bautista Escrig”, fueron vendidos finalmente, aunque todavía se conservan algunos cipreses que recuerdan su anterior uso. Incluso, en algunas fotorafías de la época, puede apreciarse claramente la puerta monumental que daba acceso al camposanto desde la Plaza de la Constitución, adosada a la torre del campanario.
El nuevo cementerio es descrito por Pascual Madoz como “bastante capaz y ventilado», haciendo alusión a los criterios que intervienen en la elección de su emplazamiento. Así, se buscan lugares bien aireados, elevados, de modo que faciliten la evacuación de las aguas pluviales, lejos de pozos y fuentes de consumo público, para prevenir la contaminación de las aguas potables, y a una distancia prudencial de las casas habitadas, que en el caso de Orxeta se mide en “unos 200 pasos”. Además, la proximidad de la Ermita ahorró el coste de la construcción de una nueva capilla.
Las fotografías de los primeros años del siglo XX muestran el aspecto que presentaba el cementerio municipal. Se trata, como vemos, de un pequeño recinto cerrado, sin apenas vegetación, donde la mayor parte de los finados, de condición humilde, eran inhumados a ras de suelo. En menor medida, se observa algún que otro mausoleo y estela funeraria en memoria del difunto, en forma de pedestal o cipo, y los primeros nichos adosados al muro de cierre.
Durante el período que analizamos, el cementerio, al igual que la mayoría de edificaciones de la población, se encuentra en pésimo estado de conservación, con numerosos daños provocados, sobre todo, por las lluvias torrenciales. Por ejemplo, el día 28 de febrero de 1892, se acuerda en sesión plenaria abonar de imprevistos 21’45 pesetas para pagar los gastos de reparación “en atención a que las últimas lluvias había ocasionado el derrumbamiento de un trozo de pared de la parte mediodía del cementerio municipal de esta villa”.
Sin embargo, estas y otras medidas similares apenas pueden ralentizar el proceso de ruina. En 1899 la situación era ya inadmisible, decidiéndose en acta del 30 de julio acometer la recomposición del cementerio de mayor envergadura, alegando que “[…] practicado un reconocimiento de esta villa se ha observado que la puerta de entrada se halla bastante deteriorada y las paredes que la sostienen amenazan próxima ruina hasta el extremo de que en la actualidad existe agujero por donde pueden penetrar dentro de aquel sagrado recinto”. Igualmente, el 2 de septiembre de 1900, se verifican las reparaciones de la casita que servía de habitación para el encargado del cementerio, adherida a la Ermita de Santo Tomás, por estar totalmente inservible.